Golpeados por primera vez por un ataque islamista de magnitud los vieneses, aun conmocionados, se arriesgaban a salir a las calles cerca del lugar de los tiroteos para tratar de comprender lo que parecía hasta hace poco impensable.
A unos metros del lugar del ataque, en el barrio de la Opera y la Sinagoga, Shila permanece en el cancel de la puerta de la librería. Escruta ese rincón de la plazoleta de elegantes adoquines, ahora cubiertos por círculos de tiza: uno por cada casquillo.
Los primeros disparos estallaron en la Sterngasse, justo antes de la entrada en vigor del reconfinamiento de Austria y cuando este barrio animado del centro estaba lleno de noctámbulos que venían a brindar por última vez.
Su hermano tenía la tienda abierta cuando ocurrió el ataque. «Estamos en Austria y no comprendió lo que podía ser aquello solo hasta cuando la policía llegó, le pidió apagar todas las luces y quedarse adentro», dice la librera, que no quiso dar su apellido.
«Hoy abrí, incluso sin ningún cliente, no hay que someterse y dejarlos ganar», dice la joven.
En unos instantes los vieneses perdieron algo que apreciaban especialmente y enorgullecía a los habitantes de la capital austriaca: el sentimiento profundo de seguridad.
«No es Berlin ni Paris, somos tal vez una gran ciudad, pero donde nunca pasa nada verdaderamente grave», dice a la AFP Sharut Günduz, recepcionista en un hotel situado cerca del perímetro de seguridad.
– Noche en vela –
Las calles están casi desiertas, perturbadas en su silencio por los crujidos del tranvía. Todos los comercios están cerrados, las sillas cuidadosamente ordenadas para este mes de confinamiento.
Ricardo, de 30 años, se recupera de la noche en vela que pasó tratando de tranquilizar a sus hijos y «estar pendiente de las noticias» de la televisión, antes de tomar su puesto de guardián del estacionamiento situado al lado, tras reposar solo dos horas.
«Pero las cámaras de vigilancia del parking y todos los policías que hay, me dan seguridad», afirma.
Metros de cinta roja y blanca acordonan aun la zona. Se ven decenas de agentes uniformados, algunos enmascarados y con cascos, aferrados a su arma para garantizar la seguridad del perímetro.
Expertos de la policía científica, en civil, revisan aun los botes de basura y entre el césped.
A mediodía el canciller Sebastian Kurz y el presidente Alexander von der Bellen, vinieron a depositar en la plazoleta tres inmensas coronas de flores, con una cinta roja y blanca, los colores de la bandera. Y después se fueron en silencio.
No hay veladoras ni flores, ni gente congregada. Los vieneses fueron invitados a quedarse en casa, para respetar el confinamiento y facilitar las operaciones de la policía, que temía en la mañana la presencia de otro de los atacantes, finalmente descartada.
Otros curiosos, con el teléfono en la mano, aparecen sin embargo algo temerosos para ver como siguen los operativos y tomar fotos.
«Tengo que tomar aire, no aguanto más, me voy a volver loco», dice Friedrich Vösenüber, estudiante que decidió despegarse de las pantallas para ver abajo de su casa como está el barrio después de la tragedia.
Cerca del cordón de seguridad, dos adolescentes cuentan la historia con palabras coloquiales: «¿ves? ahí estaba con su gran kalash», dice uno, refiriéndose a un arma kalashnikov. «Es la guerra», responde su amigo.