«¡Bienvenido a casa!», dice llorando María Isabel al invocar el ánima de su hermano Pablo, fallecido en Estados Unidos de covid-19 y honrado con uno de los casi 40 altares para muertos de más de dos metros instalados en Huaquechula, México.
Minutos antes de que las campanas de la iglesia de esta comunidad de Puebla (centro) repicaran el domingo para llamar a los espíritus de los difuntos, María Isabel Vargas -una menuda anciana-, su hijo Carlos y amigos corrían de un lado a otro para terminar la ofrenda en esta casa que también alberga gallinas.
«¿Dónde está el agua bendita? ¿Quién tiene el incenciero?», urgía Carlos, profesor de danza folclórica, a sus ayudantes de Huaquechula, donde varios de sus clásicos altares de tres niveles fueron dedicados a migrantes muertos en Estados Unidos por el nuevo coronavirus, en un ambiente triste por las restricciones sanitarias.
A las dos de la tarde, aquellos con familiares muertos en el último año salieron a la calle y caminaron unos metros para marcar a las almas la ruta hacia sus altares con agua bendita y pétalos de cempasúchil, la flor del Día de Muertos, que se celebró el domingo y este lunes.
Carlos cuenta que pensaron no hacer nada para su tío fallecido en marzo en Queens, Nueva York.
Pero «Huaquechula es un lugar donde la tradición nunca muere», afirma orgulloso.
Bajo el lema de «si no te recibo es porque te quiero y me quiero», Huaquechula prohibió el ingreso de turistas durante la celebración más representativa del país.
Miles de familias mexicanas tuvieron que homenajear a sus muertos en la intimidad de sus hogares ante el cierre de cementerios y otras restricciones derivadas de la epidemia, que deja unos 92.000 fallecidos y más de 900.000 contagiados en el país.
Pero en Huaquechula, una empobrecida comunidad de 26.000 habitantes situada cerca del volcán Popocatépetl, los deudos erigieron sus acostumbrados altares, que se diferencian de los del resto de México por su tamaño al abarcar toda una pared.
Están montados sobre estructuras de madera y tabiques de cemento, e iluminados con focos blancos recubiertos con satín. Cada uno de los tres niveles representa una visión sobre la muerte basada en leyendas prehispánicas y religiosas. La elaboración llega a costar hasta 5.000 dólares.
Entre ángeles, mandarinas, caña de azúcar, manzanas, pan dulce y tamales está la fotografía de Pablo, reflejada en un espejo que representa el umbral entre la vida y la muerte.
También hay un plato humeante de mole negro con pedazos de guajolote, que le tomó dos días preparar a María Isabel en una enorme olla.
El aroma de la comida se mezcla con el de la resina de copal cuando María Isabel, de 74 años, y Carlos de 37, abren las puertas de su casa para que entre el espíritu de Pablo.
Tras darle la bienvenida, mientras un guitarrista entona canciones religiosas, la anciana se declara satisfecha. «Ya cumplimos con él, puede ser que esté contento», dice entre lágrimas.
El altar de Eusebio Silvano Camacho, cocinero de 49 años que también murió de covid-19 en New Jersey en mayo, destaca porque el nivel destinado a su vida en la tierra es de los más anchos, tiene varios platillos como chicharrón (piel de cerdo frita), arroz y espagueti.
«Se siente un poco triste porque ya estamos acostumbrados a recibir gente (…), hay mucho silencio en las calles», comenta Cristina Morales, de 40 años, al pie del altar de su cuñado Francisco Cruz, de 53, que manejaba un restaurante en Nueva York cuando se infectó.
Pero «si no lo hacemos se van con las manos vacías, nuestras animitas se van solas», expresa la mujer.
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