En nuestra historia, desde la instauración de la Colonia hasta la actualidad, el conflicto con el mundo indígena ha sido ininterrumpido y se ha mantenido, aunque se han buscado distintas maneras de regulación. Los distintos marcos jurídicos que han existido a lo largo de todos estos siglos han propuesto diversos modos de regular la convivencia en una sociedad en la que la diferencia entre indígenas y no indígenas pervive. La característica común de todos esos marcos jurídicos (desde el Derecho Indiano y la Constitución de Apatzingán en 1814, hasta la Constitución emanada de la Revolución y sus múltiples reformas a lo largo de todo un siglo) ha sido la “alterización” de los pueblos indígenas. Dicho en palabras simples: ellos son “los otros”, los “diferentes”, los “menos”.
Ocurre, sin embargo, que esos “diferentes” de cuando en cuando se hacen visibles de una forma contenciosa, o sea, peleando por ser reconocidos, respetados, tomados en cuenta. Episodios históricos de este tipo hay muchos, desde la rebelión indígena liderada por Jacinto Canek, hasta el levantamiento en armas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Todos ellos son eventos en los que “los otros” han hecho notar su diferencia para recordar que existen y reclamar algo.
Uno de esos episodios fue la resistencia de algunas comunidades del pueblo otomí a la construcción de la carretera Toluca-Naucalpan. Sí, esa misma que fue inaugurada apenas la semana anterior. Su construcción, que estaba programada para efectuarse en unos cuantos años, se prolongó por más de una década, precisamente porque una forma contenciosa de la diferencia “explotó” e hizo que las autoridades y la empresa concesionaria tuvieran que echar mano de los más diversos y retorcidos recursos para concluir la obra.
En pleno siglo XXI, para muchos resultó incómodo e incomprensible que una obra “modernizadora”, con “beneficio para millones de personas” y amplias “ventajas competitivas” para la industria, tuviera que detenerse porque un puñado de pobladores de ciertas comunidades emplearon la identidad indígena como principal argumento jurídico y político para decir “esta obra no pasa”. ¿De qué se trataba todo esto?, se preguntaban autoridades municipales y estatales así como la empresa concesionaria. Básicamente era la expresión de un conflicto histórico que está en la génesis de nuestra sociedad: la diferencia.
En efecto, algunos cientos de personas, enarbolando como bandera de lucha la defensa del territorio y los recursos naturales se plantaron frente al proyecto carretero y decidieron contender contra el Estado haciendo valer el marco jurídico vigente: se movilizaron, denunciaron públicamente cada acción emprendida para construir la carretera y que atentaba contra la integridad de las comunidades, buscaron interlocución con otros actores sociales, interpusieron recursos legales, quejas y solicitudes ante instancias nacionales e internacionales y, sobre todo, exhibieron cómo tomaban decisiones de forma colectiva a través de asambleas tradicionales. Para muchos todo esto parecía incomprensible: ¿personas hablando de (neo)colonialismo, de ecocidio, de epistemicidio, de represión? ¿Qué era todo eso?
La decisión que tomaron esos pobladores, de hacer valer su diferencia cultural, desmintió (una vez más) la pretensión liberal histórica de que en México hay una sola nación, una sola cultura, un solo horizonte. En cambio, nos devolvió para la discusión el tema de la diferencia. Echar mano “del recurso” que les permite el orden jurídico vigente (la Constitución federal, la local, las leyes en materia de derechos y cultura indígena, los tratados internacionales firmados por México, entre otros), para antagonizar con los grupos cuya vocación por obtener ganancias económicas (legitimada por el Estado y el discurso del desarrollo y el crecimiento económico) trastoca lo que ellos consideran su herencia cultural, se nos aparece como un episodio más en la gran historia de un conflicto no resuelto en nuestro país, consistente en la convivencia entre indígenas y no indígenas.
La resistencia al proyecto carretero se aglutinó en torno del Consejo Supremo Indígena y el Frente de Pueblos Indígenas en Defensa de la Madre Tierra, que lograron frenar los trabajos por casi 13 años. Pero, finalmente, el pasado miércoles, 21 de octubre del 2020, fue inaugurada la carretera, recordando a los que se resistieron su lugar de alteridad. Es verdad que a lo largo de todos sus años de resistencia distintas autoridades judiciales les dieron la razón en varios juicios agrarios, administrativos y de amparo, además de que instituciones nacionales y extranjeras (CNDH, CIDH) llamaron la atención sobre los atropellos cometidos para construir la carretera, pero ello no cambió el desenlace del asunto: la carretera se terminó y el negocio ya comenzó a andar.
En este mismo espacio ya habíamos publicado varias veces algunos pormenores de todo este proceso y, nada menos, en abril del año pasado nos preguntábamos si el movimiento del Frente de Pueblos Indígenas en Defensa de la Madre Tierra había claudicado. Todo parecía indicar que sí, pues en aquel momento se anunció que habían alcanzado un acuerdo con las autoridades. Ello se confimó durante la inauguración carretera de la semana pasada, pues el gobernador Alfredo del Mazo agradeció públicamente al subsecretario de Gobernación Alejandro Encinas, por su intervención para lograr un acuerdo con las comunidades inconformes y así poder concluir el proyecto.
Al final de cuentas, la expresión del alegato jurídico que sostuvieron las comunidades indígenas frente a este proyecto carretero no es sino la puesta en escena del antagonismo que encierra la diferencia que se encuentra todavía al interior de nuestra sociedad desde la época colonial. Lo que quedó evidenciado con el actuar jurídico-político del gobierno fue la pervivencia de las dinámicas propias de los procesos coloniales, modernizadores, civilizatorios. El resultado no cambió el estado de las cosas: la carretera se construyó y nos recordó qué tan colonial sigue siendo nuestra sociedad.
Pero con la inauguración de la obra se abren nuevos eslabones en la cadena de protestas por parte de algunas comunidades, pues justo al día siguiente de su puesta en marcha, habitantes de San Pedro Totoltepec se inconformaron por una desviación de la recién inaugurada autopista y advirtieron que tomarían algunas vialidades para poder ser escuchados. Ello se debe a que en este, como en otros proyectos del mismo tipo, a los habitantes de las comunidades que resultan afectadas no se les menciona siquiera, «como si no existieran». Sólo la expresión contenciosa de los “diferentes” (esos que se atreven a levantar la voz y exigir sus derechos), eventualmente consigue un reconocimiento jurídico y político. Así ocurrió con el caso de la comunidad de Xochicuautla, que después de ni siquiera ser mencionada en el proyecto original de la carretera, tras presentar denuncias, quejas, movilizarse y llamar a la opinión pública a la defensa de su territorio, con el paso de varios años consiguieron que en el Decreto Expropiatorio del Presidente de la República (Enrique Peña Nieto) se reconociera a «la Comunidad San Francisco Xochicuautla y su Barrio La Concepción (como) una comunidad indígena».
En suma, el conflicto permanece, la forma de regularlo ha cambiado históricamente, pero en el fondo, el problema de la diferencia y la alteridad siguen ahí, como el enorme elefante en la habitación.
En la memoria de los habitantes de Xochicuautla permanece como recuerdo trascendental que, en los primeros días del mes de diciembre de 2007, varios lugareños sorprenden en sus parcelas a un grupo de trabajadores de la empresa encargada de la obra, quienes –a decir de los pobladores– se encontraban realizando mediciones y algunos otros trabajos técnicos, como parte del inicio de la construcción de la carretera Toluca-Naucalpan. Los expulsan de la zona y les dicen que la comunidad no había sido notificada de la realización de obra alguna
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